lunes, 2 de mayo de 2011

Días de radio

No sé por qué le pusieron “Rayo”. Quizá no hubo un motivo especial. Fue en el comienzo, por 1990, cuando Yanacocha aún no se llamaba Yanacocha y la mina aún no era una mina. El estuvo entre los primeros trabajadores de ese proyecto que años más tarde se convertiría en una empresa magnífica: la mina de oro más grande de Sudamérica.

Todos teníamos apelativo en ese entonces. El mío era “Mae Víctor” y otro que recuerdo, por lo pegajoso, era el de José Quiroga, “LQ”: Loco Quiroga. Así lo llamábamos desde que se descolgó por un precipicio del cerro Carachugo, con una máquina perforadora en la mano, para tomar una muestra de roca. Nadie se libraba, geólogos y gerentes, a todos se les asignaba un apodo de seguridad en el momento de incorporarse al proyecto mientras nos transformábamos, lenta y apresuradamente a la vez, en una gran operación minera.

Viéndolo ahora es difícil imaginar cómo fueron esos años. Basta decir que en aquella época muy pocos aceptaban trabajar con nosotros. ¿Por qué? Porque el viaje a la zona de trabajo, que tomaba más de dos horas desde la Plaza de Armas, era un tormento. Íbamos saltando dentro del vehículo por los encalaminados del terreno en época seca y nos quedábamos atascados en las trochas de barro durante las temporadas de lluvia.

Porque subíamos los domingos por la mañana, para no bajar hasta el viernes o el sábado siguiente si el clima lo permitía. A veces teníamos que permanecer arriba hasta quince días seguidos. Ya no son frecuentes, como antes, esas lluvias colosales que no paraban durante días enteros, ni las neblinas espesas que nos obligan a detenernos a la mitad de una colina porque no se veía a cinco metros. Ni ocurren esas granizadas de miedo que en pocos minutos volvían de hielo los malos caminos y los cerros.

Porque cuando las trochas se volvían imposibles para las camionetas, nuestros compañeros geólogos, acostumbrados a recias caminatas por el campo y las lomas, bajaban a pie durante horas por “la verana” que era la ruta contraria, desde el cerro San José hasta llegar “al cerrillo”, atrás del aeropuerto; sólo para hablar por teléfono algunos minutos con la familia que estaba lejos, en otra parte del país, y calentar los huesos en esas benditas aguas termales de los Baños.

Porque el congelador de alimentos era el medio ambiente y la única tecnología de punta en la cocina era el enorme cuchillo de matarife que el “Chino” Carlos Sánchez, nuestro buen cocinero, manejaba con la maestría de un chef de sushi. El campamento era eso: un campamento. Primero con carpas y después con paredes de tapial por donde se colaba el viento helado de la puna para enfriarte la sangre y los huesos; y porque el frío más intenso no era ese sino el no saber de tu familia en toda una semana. En aquellos años no existía la Internet y los celulares eran ciencia ficción.

Nuestra primera oficina, en el jirón Pachacutec de Baños del Inca, un local llamado la “Casa del Zoilo”, porque ese era el nombre del dueño y de su restaurante de pescados y mariscos que funcionó antes en el lugar, tenía un teléfono de baquelita negra al que había que darle cuerda para comunicarnos con la central que quedaba frente a los baños termales. Desde allí la operadora se comunicaba con la oficina de la Compañía de Teléfonos en el centro de la ciudad y recién entonces podíamos hablar con Cajamarca o con Lima.

Quizá por esto último precisamente, porque no teníamos teléfonos en el proyecto, es que nuestro compañero Manolo Castañeda, “Rayo”, se hizo tan necesario, querido y popular: él era el hombre de la radio. Nuestra única forma de comunicación. Manolo transmitía las órdenes, las instrucciones y los mensajes, de ida y vuelta, a todos los trabajadores en toda el área de la exploración y la oficina de Baños. Lo hacía desde una cabina unipersonal de madera y vidrio, de dos metros por dos, a tres mil ochocientos metros de altura, en pleno descampado, durante jornadas que excedían largamente el horario formal. No vivíamos para trabajar, vivíamos trabajando que no era igual.

Manolo, a través de la radio, era la única compañía y posibilidad de auxilio durante los viajes de ida y vuelta en solitario al campamento. Había zonas muertas donde perdíamos comunicación con él y quedábamos a nuestra suerte en esos caminos por donde sólo transitaban los duendes. Tampoco escuchábamos música porque la señal de las emisoras alcanzaba mal sólo los límites de la ciudad. Eran de antología las divertidas discusiones por radio -que por supuesto también las había- en las que se enfrascaban, de cuando en cuando, Manolo y el tío Pepo, Napoleón Portal, el chofer oficial del proyecto. Siempre las zanjaba este último con un: “Ya Rayito, cálmate, hablamos después”.

Manolo se retiró de Yanacocha hace tres años. Siguió siendo bañosino porque ese era su barrio de toda la vida. Su voz, lamentablemente, se apagó para siempre el pasado sábado 23 de abril. Nuestro recordado “Rayo” falleció de un infarto al corazón mientras dormía. Como dicen, los amigos vivirán por siempre en nuestra memoria. “Rayo” vivirá por siempre, también, en esos ecos del corazón que aún rebotan los mensajes de radio entre los que compartimos la vida y la aventura de aquellos buenos años.

Querido “Rayo”, descansa en paz… cambio y fuera.