miércoles, 8 de julio de 2009

Diecisiete años


Parecía una Babel moderna. No tanto por el idioma inglés, el español o el spanglish de emergencia que se hablaba todo el día en el campamento, ni por las muchas nacionalidades representadas en esa pequeña porción de tierra en las alturas de Cajamarca: República Dominicana, México, Estados Unidos, Reino Unido, Filipinas, Bolivia, Australia, China, Sud África y Perú, sino por la diversidad cultural y la variada formación profesional de los trabajadores. Habíamos negros, blancos, trigueños, cobrizos, colorados y hasta amarillos. Geólogos, mecánicos, ingenieros civiles, de minas, operadores de maquinaría, administrativos, y obreros de todas las especialidades. A veces –como ocurre a menudo en nuestro país-, no nos entendíamos ni entre los mismos peruanos. No es verdad que el castellano sea un sólo idioma.


Por aquella época, subir a la mina tomaba dos horas de viaje en camioneta. En la temporada seca transitábamos por la trocha que serpenteaba la ladera hasta perderse en la última curva de la pajuela, en la cumbre. Pero cuando el camino estaba inundado y marcado por los surcos que dejaban la lluvia y el granizo, lo mejor era atravesar los pajonales. Enganchábamos la doble tracción y las camionetas cargadas de suministros trepaban los cerros rugiendo como animales de acero. Para los camiones, en cambio, la cosa era más difícil, como no podían hacer lo mismo, se atascaban con frecuencia y los sacábamos del barro con la ayuda de cargadores frontales o grúas que no siempre teníamos a mano.


El tránsito dentro del proyecto era impresionante. Una verdadera colmena de máquinas y gente. Era como uno de esos programas de Megaproyectos que transmite la National Geografic por televisión de cuando en cuando. Estábamos a fines de 1992, el país empezaba a respirar tranquilo después de la reciente captura de la cúpula de Sendero Luminoso, y hacía pocos meses, en julio, que el Directorio de la recién constituida Minera Yanacocha S.A. bajó la bandera que dio inicio a la carrera febril de construir la mina. El plan era ambicioso, teníamos un cronograma de actividades que pondría en marcha la operación en el plazo de un año. Un record mundial.


El campamento estaba ubicado en Pampa Larga. Era el tercero. El anterior, un edificio enorme de tapiales que construimos al pie de la laguna San José durante la etapa final de las exploraciones y para la puesta en marcha de la Planta Piloto, ya no se usaba. Le llamábamos “El Convento” por sus techos altos y a dos aguas, y los pasillos fríos y silenciosos de monasterio. Las habitaciones eran pequeñas y semejaban celdas de retiro por su decoración franciscana: las paredes desnudas y una cama pequeña con su mesita de noche eran todo el mobiliario. La construcción fue desechada porque el lugar pronto quedaría en medio de las operaciones mineras.


Para aquel entonces el primer campamento ya era sólo un recuerdo. Fue abandonado mucho tiempo atrás. Era una cabaña de madera con un comedor que hacía las veces de oficina, sala de dibujo y archivo de planos. Tenía, además, una cocina pequeña, un baño y dos dormitorios. Estaba instalada a trescientos metros de la laguna Yanacocha. Allí se hospedaron los jóvenes geólogos de Newmont que desde muchos años antes y durante varias campañas exploraron la zona en busca de los ocultos yacimientos de oro. Yo pasé una noche en esa casita prefabricada. Mejor dicho, dormí en un cobertizo anexo que hacía las veces de almacén y en el que había un camarote para huéspedes en exceso.


Llegué como turista en el verano de 1985. El Perú vivía la campaña electoral para las elecciones presidenciales que ganaría en abril Alan García con apenas 36 años de edad. En esa fecha, yo trabajaba en la Sociedad Minera BTX que se especializaba en exploraciones aéreas con helicópteros: desde la altura tomábamos nota del color oxidado de los cerros en el sur del país y ese era el primer indicio de las zonas mineralizadas interesantes. Miguel Cardozo, un buen amigo de siempre y gerente de exploraciones de Newmont de ese entonces, me invitó a conocer Cajamarca y el Proyecto.


Partimos de Lima y luego de un día y medio de viaje en camioneta, con descanso en el Hotel El Farol, en Casma, que por aquellos años más parecía un albergue de mochileros, llegamos a Cajamarca en las primeras horas de la tarde. Almorzamos en un restaurancito que ya no existe en el jirón El Comercio y cometí la barbaridad, entusiasmado por la proverbial calidad y el sabor de la carne cajamarquina, de comer un espléndido lomo fino, apenas llegado a la ciudad y justo antes de subir a cuatro mil metros de altura.


No olvido los detalles porque el malestar del soroche y el frío de la puna me hicieron pasar la peor noche de mi vida. A mí me tocó la cama de arriba del camarote. El techo glacial del cobertizo era tan bajo y lo tenía tan cerca que tuve la sensación helada de que en vez de frazadas me había arropado con las calaminas. Es cierto: cuando la temperatura es tan baja, ni siquiera se puede llorar de frío. Hasta respirar era para mí una tarea descomunal. En cuanto amaneció pedí por favor que me bajaran del campamento de inmediato. Apenas subí a la camioneta dije: “Ni más vuelvo”. Estaba equivocado.

Cinco años después, en 1990, regresé a Cajamarca con un contrato de prueba de tres meses y ya van 19 años que vivo en esta hermosa ciudad. Ya no era un invitado. Newmont Perú me contrató en Lima como administrador del proyecto de exploración Chaupiloma: así se llamaba uno de los varios denuncios que más tarde se convertirían en Minera Yanacocha. Efectivamente, dos años después de regresar, entre julio y agosto de 1992, se inició formalmente nuestra empresa adoptando el nombre quechua que significa Laguna Negra. La historia, a partir de allí, la conocemos todos porque hemos sido parte de ella.


Esos son los recuerdos que tengo fijamente grabados en el corazón más que en la memoria, y que revivo ahora que nuestra empresa cumple sus primeros diecisiete años de existencia. Aunque en todo este tiempo hemos vivido innumerables sucesos, buenos, felices y también algunos tristes, y se fundieron en una sola historia la vida de la compañía y la región, y la de miles de compañeros de trabajo, el tiempo pasó muy rápido. Parece mentira que diecisiete años puedan ser: tanto y tan poco tiempo a la vez.